Junto con mi equipo de trabajo visitamos el asilo de ancianos en Manzanillo; una experiencia de la cual aprendí mucho. En toda mi vida, siempre había hecho donaciones para la beneficencia pública, pero nunca había convivido directamente con las personas, lo cual fue una grata experiencia; porque me ayudo a ver “la cruda realidad” desde otro punto de vista. Un economista siempre ve el rezago social, como una estadística más, como simples números. Pero esta experiencia, me ayudo a comprender que no es así, que no son estadísticas, sino personas necesitadas, las cuales no solo requieren modelos econométricos o teorías para resolver sus problemas; sino que necesitan que alguien los escuche, que estén al pendiente de ellos, que convivan con ellos, etc.
En el asilo de ancianos, había personas que todavía sus familiares los visitaban y algunas otras que simplemente, fueron abandonados a su suerte; aunque tal vez en este lugar tengan una mejor calidad de vida a la que tenían en su casa; porque quizás no le prestaban la atención necesaria. Se supone que en el asilo, los familiares de los ancianos deben pagar una cuota semanal de 300 pesos, pero no todos lo cubren; por lo que los ingresos percibidos son insuficientes, ya que se reparte entre todas las personas; es por eso que se recurre al uso de las donaciones públicas.
Me gusto mucha la experiencia de convivir con los ancianos, de ayudarlos, de escuchar sus historias; definitivamente lo volvería a repetir. Con esta experiencia vivida, me ha nacido el deseo de ayudar a las personas más necesitadas, porque después de esto, no puedo hacer como si nada pasara, como si todo estuviera bien. Quizás no haga mucho, pero aportare mi granito de arena para mejorar la situación.
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